HIJO DEL HOMBRE
A Jesús de Nazareth no le gustaban demasiado los títulos ni los rótulos,
toda vez que quienes se los adjudicaban -hijo de David, Mesías, rey de
Israel- depositaban en ellos sus ansias e intereses. En los rótulos y no
en la persona.
Por eso que el Maestro se reconozca a sí mismo como Hijo del Hombre es importantísimo: es la afirmación de un Dios que se abaja,
que se hace tiempo, historia, hermano, vecino, amigo, que se deja
prohijar por la humanidad, un Dios que nada tiene de abstracto, huesos,
piel, corazón, sangre que se ofrece sin condiciones, un Dios tan
asombrosamente cercano que esa cercanía inquieta, interpela, compromete.
Cierta tendencia a leer la Palabra de Dios de manera lineal nos deja en
una superficialidad estéril, pues la literalidad es madre de todos los
fundamentalismos. Así suponer que ese debe respecto del
sufrimiento aparecería en esa instancia como consecuencia de un dios
perverso y cruel al que le place el dolor, que impone el sufrimiento
como crisol de mejoras. Peor aún, un Padre que en cierto modo disfruta
cuando el Hijo y todos los hijos padecen.
Pero se trata de la ilógica del Reino, de los asombros de la Gracia. Que
el Hijo del Hombre deba sufrir es quebrantar desde la caridad las
razones de los intereses mezquinos, que la única sangre que está
permitido derramar es la propia cuando se ofrece para que nadie más
sufra, desde una tenaz y persistente mansedumbre, a pesar de tantos
horrores.
Y la cruz de cada día.
En la misma secuencia de superficialidad, cargar la cruz diaria quedaría
acotado a las mezquindades personales, las miserias asumidas y los
dolores que se nos confiere.
Pero seguir a Cristo es un viaje sin regreso. La cruz, en tiempos de su
ministerio, era para el opresor romano el concienzudo método de
ejecución para los criminales marginales, para los reos más abyectos,
mientras que para la mentalidad farisea es signo de maldición absoluta.
Así entonces, cargar la cruz cada día y seguir sus pasos -porque de Él
son todas las primacías, porque Él encabeza este peregrinar- es
asumirnos en entera libertad como marginales, como malditos, como los
últimos de los últimos para que no haya más maldecidos, ni marginales,
ni excluidos, ni descartados, en la extraña y bendita vocación de que la
vida se la gana en tanto que se la pierde ofreciéndola
incondicionalmente al hermano, el poder como servicio, la plenitud en el
darse, la felicidad en salir de sí mismo al encuentro del otro, como
ese Dios que nada se ha guardado para sí y nos sale al encuentro en
todas las esquinas de la vida.