sábado, 28 de noviembre de 2020
MI PARROQUIA EN ADVIENTO
sábado, 21 de noviembre de 2020
LA HISTORIA DE UN TAXISTA (REFLEXIÓN)
¡Necesitaba un abrazo!
Hace
veinte años, yo trabajaba como taxista para subsistir. Lo hacía en el turno de
la noche y mi taxi se convirtió en un confesionario móvil. Los pasajeros se
subían, se sentaban detrás de mí en total anonimato, y me contaban acerca de
sus vidas. Encontré personas cuyas vidas me asombraban, me ennoblecían, me
hacían reír y me deprimían. Pero ninguna me conmovió tanto como la mujer que
recogí en una noche de agosto.
Respondí
a una llamada de unos pequeños edificios en una tranquila parte de la ciudad.
Asumí que recogería a algunos saliendo de una fiesta o un trabajador que tenía
que llegar temprano a una fábrica de la zona industrial de la ciudad. Cuando
llegué a las 2:30 am el edificio estaba oscuro excepto por una luz en la
ventana del primer piso. Aunque la situación se veía peligrosa, yo siempre iba
hacia la puerta. Este pasajero debe ser alguien que necesita de mi ayuda,
razoné para mí.
Por lo tanto caminé hacia la puerta
y toqué... "un minuto" respondió una frágil voz. Pude escuchar que
algo era arrastrado a través del piso, después de una larga pausa, la puerta se
abrió.
Una
pequeña mujer de unos ochenta años se paró enfrente de mí. Ella llevaba puesto
un vestido floreado, y un sombrero con un velo, como alguien de una película de
los años 40. A su lado, una pequeña maleta de nylon. El apartamento se veía
como si nadie hubiera vivido ahí durante muchos años. Todos los muebles estaban
cubiertos con sábanas, no había relojes en las paredes, ninguna baratija o
utensilio. En la esquina había una caja de cartón llena de fotos y una vajilla
de cristal. La señora repetía su agradecimiento por mi gentileza.
-
"No es nada", le dije. "Yo sólo intento tratar a mis pasajeros
de la forma que me gustaría que mi mamá fuera tratada".
-
"Oh, estoy segura de que es un buen hijo", dijo ella. Cuando llegamos
al taxi me dio una dirección, entonces preguntó: - "¿Podría llevarme a
través del centro?".
-
"Ese no es el camino más corto", le respondí rápidamente.
-
"Oh, no importa", dijo ella, "No tengo prisa, voy camino del
asilo". La miré por el espejo retrovisor, sus ojos estaban llorosos.
-
"No tengo familia"- ella continuó, "el doctor dice que no me
queda mucho tiempo". Tranquilamente estiré mi brazo y apagué el taxímetro.
-
"¿Qué ruta le gustaría que tomara?", le pregunté. Por las siguientes
dos horas, conduje a través de la ciudad. Ella me enseñó el edificio
donde había trabajado como operadora de elevadores. Me dirigí hacia el
vecindario donde ella y su esposo habían vivido cuando ellos eran recién
casados. Ella me pidió que nos detuviéramos enfrente de un almacén de muebles
donde una vez hubo un salón de baile, al que ella iba a bailar cuando era
joven. Algunas veces me pedía que pasara lentamente enfrente de un edificio en
particular o una esquina y veía en la oscuridad, y no decía nada. Con el primer
rayo de sol apareciéndose en el horizonte, ella repentinamente dijo:
-
"Estoy cansada, vámonos ahora".
Me
dirigí en silencio hacia la dirección que ella me había dado. Era un edificio
bajo, como una pequeña casa de convalecencia, con un camino para autos que
pasaba bajo un pórtico.
Dos
asistentes vinieron hacia el taxi tan pronto como pudieron. Debían haber estado
esperándola. Yo abrí la cajuela y dejé la pequeña maleta en la puerta. La mujer
estaba lista para sentarse en una silla de ruedas.
"¿Cuánto le debo?", ella
preguntó, buscando en su bolsa.
-
"Nada", le dije.
-
"Tienes que vivir de algo", ella respondió.
-
"Habrá otros pasajeros", yo respondí. Casi sin pensarlo, me agaché y
la abracé. Ella me sostuvo con fuerza, y dijo:
-
"¡¡¡Necesitaba un abrazo!!!".
Apreté
su mano, entonces caminé hacia la luz de la mañana. Atrás de mí una puerta se
cerró, fue un sonido de una vida concluida. No recogí a ningún pasajero en ese
turno, vagué sin rumbo por el resto del día. No podía hablar, ¿Qué habría
pasado si a la mujer la hubiese recogido un conductor malhumorado o alguno que
estuviera impaciente por terminar su turno?, ¿Qué habría pasado si hubiera
rehusado a atender la llamada, o hubiera tocado el claxon una vez, y me hubiera
ido? . En una vista rápida, no creo que haya hecho algo más importante en mi
vida. Estamos condicionados a pensar que nuestras vidas están llenas de grandes
momentos, pero los grandes momentos son los que nos atrapan bellamente
desprevenidos, en los que otras personas pensarán que sólo son pequeños
momentos. La gente tal vez no recuerde exactamente lo que tú hiciste o lo que
dijiste... pero siempre recordarán cómo los hiciste sentir.